jueves, 19 de julio de 2012

Opinión

Cuando las mujeres no tienen nombre

Seguro que a más de uno le llamó la atención. Cuando el otro día contábamos en EL PAÍS el vergonzoso asesinato de una joven afgana acusada de supuesto adulterio, los criminales que acabaron con su vida ni siquiera le concedieron el derecho a su nombre. “Esta mujer, hija de Sar Gul, hermana de Mostafa y esposa de Juma Khan”, la presentó el barbudo que hacía las veces de juez. Sólo más tarde una portavoz provincial la identificó como Najiba, un bonito nombre de origen árabe que significa distinguida, noble o de alta cuna.
Hija, hermana y esposa son los escasos atributos que esos trogloditas aceptan para aquellas que les traen al mundo. Pero los ultramontanos afganos no son los únicos a los que la sola mención del nombre de una mujer les parece anatema. El tabú pervive también entre las tribus más conservadoras de la península Arábiga, tanto en las zonas rurales y atrasadas de Yemen como en el Qatar en proceso de modernización acelerada.

Yemeni female students seen at the University of Sana'a
Estudiantes yemeníes a la salida de la Univerdsidad de Saná./ AP

Sin nombre no hay existencia. La ocultación bajo el burqa o el niqab constituye una extensión de ese intento de hacer desaparecer cualquier signo de lo femenino de la esfera pública. De ahí que tengan aún más valor pequeños gestos que en otras sociedades pasan desapercibidos como el activismo de las mujeres árabes que ha premiado el Nobel a la yemení Tawakul Karman, la cara descubierta de la segunda esposa del emir de Qatar, la jequesa Moza, o que ese país vaya a enviar entre sus atletas femeninas a los Juegos Olímpicos no sólo a una tiradora o una amazona con las que muchos países islámicos cubren el expediente (porque pueden participar bien tapadas) sino también a una nadadora.
No es tanto una influencia occidental, como denuncian algunos, cuanto pura y simple necesidad. A medida que las sociedades evolucionan, se dan cuenta de que no pueden prescindir de la mitad de su potencial intelectual y fuerza de trabajo. Con la mejora de las condiciones económicas, las mujeres acceden a la educación, limitan el número de hijos y reclaman derechos. Incluso en los países en los que por costumbre o imposición se presentan en público completamente cubiertas de negro.
Por supuesto, esos avances no se producen sin oposición. Desde los abusos sexuales en las calles de El Cairo hasta las batidas de la policía moral iraní en los cafés de Teherán, dan prueba del temor que suscitan los cambios. Convertir la calle en un lugar inseguro para las mujeres o apartarlas de cualquier entretenimiento que les permita relacionarse con el otro sexo es una forma de tenerlas subyugadas. Las nuevas generaciones no sólo están plantando cara a esas restricciones sino que hay indicios de que en cualquier momento vónan a dar la vuelta a la tortilla.
Durante los mandatos del reformista Jatamí en Irán, no había reportaje sobre ese país que no mencionara que las mujeres suponían el 65% de los universitarios. Resulta que no es la excepción. En la mayoría de sus vecinos árabes ocurre algo similar (las saudíes constituyen el 60% de los universitarios y las emiratíes el 70%). Mientras los chicos heredan los negocios familiares y pueden salir y divertirse, para ellas los estudios son el camino hacia la independencia.
Las diferencias aparecen temprano. Una vez más este año, en los exámenes de selectividad de Emiratos Árabes Unidos, las chicas han superado a los chicos tanto en ciencias como en letras. Si las afganas pudieran acudir a clase en igualdad de condiciones, probablemente sucedería lo mismo. ¿Hasta cuándo van a poder seguir negándoles el nombre?

Fuente: elpais.com

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